PROLOGO
Veritas
visu et mora, falsa festinatione et insertis valescunt. —Tácito.
(La verdad se confirma con la investigación y el tiempo;
la falsedad se aprovecha del apresuramiento y de la incertidumbre).
El
«hecho diferencial» proclamado por los catalanes separatistas para legitimar su
rebeldía frente al Estado, mejor dicho, frente a la soberanía del Estado
Español, es sencillamente un mito, una leyenda compuesta por gentes habituadas
a falsear la Historia y los hechos todos de la vida. Una gran parte del Pueblo
español desconoce los pretendidos fundamentos de los catalanes que piden una
liberación de la tiranía de Castilla, un reconocimiento de su personalidad, la
proclamación de su nacionalidad.
Es deber
de todo buen español salir al paso de la malsana predicación de los
estatutarios demostrando que si en el orden político es un absurdo soñar que
los ocho mil dialectos. e idiomas del mundo puedan establecer otros tantos
hechos diferenciales, en el aspecto histórico es más absurdo partir de hechos
oscuros, perdidos en las nebulosidades de la falta de crónicas y de
documentación fehaciente para establecer afirmaciones rotundas, absolutas, que
repugnan al método de crítica y depuración que se sigue en nuestros días,
afirmaciones en las cuales se pretende basar el derecho de una nacionalidad que
nunca existió.
Todos los
pueblos de poderosa unidad política despreciaron el hecho diferencial para
constituir una fuerte potencia, una vigorosa nacionalidad, sirviéndoles de
aglutinante, de lazo, de vínculo indestructible el idioma principal de la
Patria. En Europa este fenómeno es ya viejo; pero es más elocuente en la joven
América, en donde se da el caso magnífico de que dentro de una nacionalidad
prospera y progresiva, el Uruguay, existen tribus que fueron numerosas y
poderosas y que en menos de cien años se han fundido en la nacionalidad con
olvido absoluto del idioma de sus aborígenes.
Frente a estos hechos
elocuentísimos levántase en Cataluña una menguada pandilla de pseudo-sabios, de
pseudo-historiadores y de pseudo-literatos pretendiendo crear una nacionalidad
a favor de una Historia falseada y de unos hechos. reprobables.
Necesitaríanse muy grandes volúmenes
para rebatir el sinnúmero de dislates y de atrocidades escritas por los
separatistas de Cataluña; seria un honor para ellos tomar en serio tamaña
empresa: y sobre que no lo merecen, no necesitamos realizar un gran esfuerzo
para demostrar que la nacionalidad catalana no ha existido jamás y que el
«hecho diferencial» del idioma podría tomarse como un truco, si no estuviera en
nuestro ánimo que es algo más sensible que un truco: una imbecilidad
manifiesta.
Hoy,
afortunadamente, se escribe la Historia a base de crítica y contrastando el
trabajo del historiador con los infinitos elementos de comprobación y depuración
que nos ofrece la vida moderna. Y porque esto es así, sin la pretensión y sin
el orgullo de poner una pica en Flandes, ofrendamos a nuestra Patria y a los
buenos españoles el modesto trabajo que hemos realizado en el estudio de la
Historia para divulgar algunas páginas deficientemente conocidas y para
concluir de una vez con las falsas leyendas prodigadas entre el sencillo pueblo
catalán para deslumbrarlo y llevarle a tristes aventuras políticas por las
taifas que han envenenado el espíritu nacional, dando por realidades las
ficciones y por hechos de gran trascendencia los que no
tuvieron en el tiempo y en el espacio el resplandor trágico de una hojilla de papel de fumar, convertida
en voluta apenas perceptible a un metro de distancia.
Y como tal
es nuestro convencimiento, trasladaremos aquí el apóstrofe de Marco Valerio
Marcial,
cuando
decía;
Vero
verius quid sit, audi: Ahora escucha lo que es más verdad que la misma verdad.
LOS AUTORES


Es innegable que
en un principio fué España un país poblado por razas homogéneas y afines y que
las sucesivas dominaciones de griegos, fenicios, cartagineses y romanos
formaron un pueblo que, aunque vario en las modalidades locales de las
comarcas naturales, merced al predominio en cada una de ellas de algunos
caracteres adquiridos de los invasores, llegó a ver formada su población por la
raza godo-romana que en toda la Península se extendió, conservando la
uniformidad de igual modo que una familia en la que la común disciplina y el
afecto común no anulan la personalidad de cada uno de sus componentes, o sea,
conservando sus características locales sus comarcas y realizando la variedad
dentro de la unidad.
Minado por
diversas y graves causas internas el reino del último rey godo español,
Rodrigo, sobrevino la invasión árabe a principios del siglo VIII, y la profunda
diferencia racial de invasores e invadidos fué desde el primer momento un obstáculo
insuperable para la fusión, al contrario de lo que anteriormente sucediera con
los demás invasores y civilizadores. Los españoles, reacios a la convivencia
con los musulmanes, principalmente a causa de su fanatismo religioso cristiano,
se retiraron a las montañas de los Pirineos y a la cordillera cantábrica para
organizar allí la reconquista de la nación.
El éxodo en busca de refugio, no obstante; no
pudo ser general, y grandes contingentes de españoles tuvieron que acomodarse
al contacto de los musulmanes, aunque siempre resistiéndose a fundirse con
ellos.
Las características locales de que se hace mención
habían de influir notablemente en la marcha de los acontecimientos. La parte
oriental de España, mejor dicho, la parte nordeste, o sea la actual Cataluña,
conservaba mejor que ninguna otra comarca española un sedimento de los antiguos
invasores griegos, fenicios y cartagineses, pueblos altamente, utilitarios,
mucho más avezados a las transacciones comerciales que a la lucha guerrera. En cambio,
con más vestigios de la indómita y valerosa raza indígena los pobladores del
centro y del norte, no les fué a estos últimos fácil avenirse a la convivencia con
los árabes y sobrevino la guerra de liberación que había de culminar con la
rendición de Granada, último baluarte de los árabes, en el año 1492. En cuanto
a los habitantes del sur, precisados a tolerar la presencia de los musulmanes
invasores, porque la rapidez de la invasión les impidió huir hacia el norte o
aprestarse para rechazarla, sin perder su amor a la patria, hubieron de
reconocer que las huestes árabes tenían una civilización y conocimientos
artísticos y científicos de los que supieron aprovecharse los españoles de
aquella región para aportarlos a la España que comenzaba a renacer en el momento
mismo en que parecía haber perecido arrollada por los ejércitos de Tarik y
Muza.
Mientras en Asturias se organizaban los bravos españoles
para la recuperación de la Patria; amparándose en los riscos de los montes
cántabros, en el este -hoy Cataluña-, los naturales, que como sabemos. tenían
demasiadas reminiscencias de fenicios y cartagineses pusilánimes de condición optaron
por no resistir, exponiendo sus vidas y sus haciendas, a diferencia de la
heroica actitud adoptada por los demás españoles, a pesar de que pudieron
hacerlo en mucho mejores condiciones que los refugiados en Asturias. Y
renunciando a la lucha prefirieron someterse unos y huir los que más dignidad
patriótica y religiosa supieron demostrar. Los que huyeron se adentraron,
trasponiendo los Pirineos, en la Septimania, estado franco –francés-dependiente
del reino -también franco o francés- de Aquitania, que a su vez dependió algo
más adelante del Imperio de Occidente que, destruido por los bárbaros, fué
restaurado por Carlomagno en el comienzo del siglo IX (año 800).
Los españoles de Asturias Iniciaron valerosamente la
lucha. Los españoles del Nordeste -hoy Cataluña- dejaron, con su pasividad y
con su temor a la guerra en defensa de su dignidad y de sus intereses, que los ejércitos
árabes salvaran la formidable cordillera pirenaica, que jamás éstos hubieran
logrado atravesar si los naturales del país les hubiesen opuesto una
resistencia con las armas en la mano. En Asturias, en Cantabria, los árabes
tropezaron con una barrera infranqueable formada por los pechos de los
españoles decididos a reconquistar el país perdido. En el nordeste, persiguiendo
a los despavoridos pobladores, penetraron en las tierras que hoy son Francia,
en Septimania y Aquitania, desde donde hubieran proseguido la invasión, para
conquistar toda Europa, si no hubiesen hallado en su marcha victoriosa otros
valerosos godos, los francos, que hicieron lo que los godos de la actual
Cataluña no supieron hacer. En el nordeste, la pasividad y el temor habían dado
a los invasores un baluarte firmísimo del que podrían arrojarlos los naturales
de la comarca sin el auxilio ajeno, como veremos después.
La cobardía de los godos españoles del nordeste de la
Península -y entiéndase desde ahora que siempre que digamos nordeste nos
referimos a la Cataluña de nuestros días- puso en peligro los estados
cristianos del otro lado de los Pirineos. Sin embargo, los francos, al ver
invadidos sus territorios, y siguiendo el ejemplo de los esforzados españoles
de Asturias y Cantabria, reaccionaron disponiéndose a la defensa, y Odón,
primero, duque de Septimania, y Carlos Martell, de Aquitania, después,
opusieron a los árabes la poderosa e infranqueable valla de sus esforzados ejércitos,
hasta que el segundo, Carlos Martell, contuvo en Poitiers, en el año 732, el
avance musulmán. Carlomagno y Ludovico Pío continuaron luego la obra emprendida
por su antecesor y tocó, al último la empresa de proceder a la liberación de
tierras españolas, del nordeste español, que sus pobladores no habían sabido
defender.
Recuperado casi enteramente su país, los francos -aquitanos
y septimanos- ya en la primera mitad del siglo VIII habíanse apoderado de
algunas comarcas y de numerosas plazas de la actual Cataluña, y en sucesivos
avances, que no detallamos para no cansar a los lectores, llegaron a sitiar y
tornar la importante ciudad de Barcelona, en el año 801, habiendo sido dirigida
l campaña por Ludovico Pío, a la sazón rey de Aquitania y soberano de
Septimania y, además, heredero del Imperio de Carlomagno.
Fué entonces instituido el Condado de Barcelona, de
igual modo que habían sido creados algunos otros como los de Ausona (Vich),
Ampurias, Urgel, etc., es decir, como feudos
del ducado de Septimania y por lo tanto del reino franco - francés - de
Aquitania. Los condes de Barcelona, en consecuencia, eran nombrados por el
monarca franco en los primeros tiempos del condado y, según muy solventes
historiadores; dependientes de aquél hasta ya entrado el siglo XIII, como podrá
verse oportunamente.
Pudiera creerse que nuestras afirmaciones respecto a la
cobardía mostrada por los españoles del nordeste son hijas del apasionamiento.
No es así. Y para demostrarlo, bástanos acudir a textos que lo ponen de
manifiesto sin que pueda quedar lugar a dudas. El hecho de la constitución del
Condado de Barcelona nos ofrece estas pruebas irrefutables. Durante sus
campañas por lo que hoy es Cataluña, y finalmente en el sitio de Barcelona,
Ludovico Pio y sus guerreros principales, habían exhortado constantemente a los
pobladores cristianos que les ayudaran en la obra de reconquista. Pero no
logró Ludovico que aquellos godos, con demasiado sedimento fenicio y cartaginés
-medrosos y de carácter poco bélico- se arriesgaran para contribuir al triunfo.
Ludovico justamente irritado, decidió castigar la cobardía de aquellos
cristianos y, una vez vencedor, fundado ya el condado de Barcelona, como lo
habían sido antes otros Condados, creó una clase social que llamó de los payeses de remensa o siervos adscritos a
la tierra, casi esclavos, que en tan triste condición permanecieron durante
largos siglos hasta que el Rey de España en el siglo XV, emprendió una acción
civilizadora para devolver su condición de hombres libres a los que eran
esclavos por descender de aquellos a quienes castigara Ludovico.
Otro extremo que puede probarse acudiendo al testimonio
de los datos históricos es el de que Cataluña no existía entonces, en los
primeros siglos de la Reconquista, y que el Condado de Barcelona, sujeto a la
dominación de los soberanos francos, era considerado por éstos mismos como una parte de España, es decir, sin
característica alguna de personalidad propia. El Condado de Barcelona era, en
suma, una comarca española librada
del yugo musulmán por los godos francos que, a pesar de ocuparla y de
gobernarla, no dejaban de conceptuarla como parte integrante de la España que
renacía.
Vamos a verlo.
Ludovico Pío distinguía entre súbditos de sus Estados, o
francos, y españoles.
Los archivos de Historia guardan interesantes documentos suscritos por aquel
monarca y las Crónicas y tratados de Historia los reproducen, habiéndolos
divulgado en forma tal que no hay persona medianamente conocedora de los hechos
históricos, que no los recuerde o que, cuando menos, no tenga noticia de ellos.
Es uno de tales documentos el Precepto otorgado por
Ludovico en abril del año 815 para la protección de los habitantes del Condado
de Barcelona y de los Condados subalternos, a causa de las quejas por ellos
expuestas respecto al trato que recibían de las autoridades francas. No
transcribiremos completo el documento en cuestión, ni en su lenguaje original,
el latín, porque puede fácilmente el lector comprobar su veracidad, palabra por
palabra, en cualquier obra histórica algo extensa. Dice así:
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,
Carlos, Serenísimo, Augusto, coronado por la mano de Dios, emperador grande,
gobernando el Imperio Romano y por la misericordia de Dios rey de los francos
y de los lombardos, a los condes Bera, Gaucelino, Gisclaredo, Odilón,
Ermengario, Ademaro, Laibulfo y Erlino.
Sabed cómo los españoles cuyos nombres siguen,
habitantes en los países que administráis:
Martín, sacerdote; Juan, Chintila, etc., etc.
En este Precepto se habla claramente de españoles, sin
que aparezca para nada la palabra Cataluña y sin que se haga mención
alguna de catalanes.
Por si fuera poco, otro Precepto, dado por la misma
época, abunda en iguales términos y prueba, además, lo que antes afirmamos de
la pasividad de los godos del nordeste de España, los antecesores de los actuales
catalanes. Dice así su texto: «Todo el mundo sabe que muchos españoles, no
pudiendo soportar el yugo de los infieles y las crueldades que éstos
ejercen contra los cristianos, han abandonado todos sus bienes en aquel país
y han venido a buscar asilo en nuestra Septimania o en aquella parte de la España
que nos obedece; deseando demostrarles nuestra bondad y la compasión que
nos merecen sus desgracias, hacemos saber a todos cuantos se hallan bajo
nuestro dominio que tomamos a esos extranjeros bajo nuestra protección,
etc., etc.»
Queda por lo tanto plenamente demostrado que el Condado
de Barcelona no dejó de ser, según el concepto de los francos que lo habían
fundado, una parte de España;
que sus habitantes eran españoles; y que al considerar como Extranjeros
Ludovico a tales españoles, reconocía libre y claramente que no habían
perdido ni su naturaleza ni su condición de tales españoles aunque por
circunstancias transitorias se hallaban bajo la soberanía de los Estados
francos.
De todo lo cual se deduce sin la menor dificultad y sin
que sea posible rebatirlo, que el nacimiento del Condado de Barcelona no constituyó ningún hecho
diferencial que permita conceder personalidad a Cataluña. Por otra parte,
este nombre no se registra en la Historia hasta mucho después.
A continuación demostraremos que desde el año 801 en que
se fundó el Condado de Barcelona, hasta el 1137, en que se unió al Reino de
Aragón, tampoco constituyó el Condado de Barcelona ninguna entidad nacional,
pese a todo lo que los historiadores influidos por el parcialismo y a todo lo
que los historiadores separatistas pretenden hacer creer, falseando la Historia
de la manera más descarada y absurda.
II
Aunque no nos anima el propósito de hacer aquí la
historia del Condado de Barcelona, empresa que necesitaría demasiado espacio y
que por lo tanto no puede circunscribirse dentro de los límites reducidos de
este folleto, sobre que no precisa para nuestro objeto nada más que la
exposición de datos que tiendan a demostrar la inexistencia de la nacionalidad
catalana a través de la Historia, debemos considerar diversos períodos para el
mejor desarrollo de esta divulgación.
El primer periodo que nos interesa estudiar es el que se
extiende desde el momento en que los reyes francos crean el Condado de Barcelona,
hasta Wifredo II, el Velloso, quien, según las leyendas de la historia
catalanista, instituyó la nacionalidad catalana independizándose del emperador
de Occidente, o sea, de los países francos.
Aunque todos los autores reconocen que durante este período,
o sea, desde el año 801 hasta el 874, el Condado de Barcelona se halló bajo el
dominio franco, tenemos interés en demostrar que en ningún momento los Condes
que lo gobernaron fueron naturales del país hoy conocido por Cataluña, sino de
origen extranjero, de donde se sigue la conclusión de que los habitantes del
Condado eran españoles administrados
por autoridades extranjeras, y que
éstas eran absolutamente extrañas y ajenas a los indígenas de la comarca, por
lo que tampoco sus sucesores pueden ser considerados como dinastía emanada del
pueblo, de la raza española, sino de la franca o francesa.
Fué el primero de los Condes francos de Barcelona el
llamado Bera, al que siguieron Bernardo, Berenguer, Udalrico, Wifredo y
Salomón. Todos ellos, absolutamente todos, eran oriundos de los países francos,
tal como convenía a la buena marcha de las empresas de Ludovico Pío y de sus sucesores
en el Imperio.
No pocos historiadores hacen mención de las luchas de
algunos de dichos Condes por obtener una soberanía absoluta, desligándose de
los soberanos francos; pero al paso que tales autores quieren identificar esos
anhelos con una tendencia de los habitantes del Condado a lograr su independencia,
lo cierto es que no se trataba sino de las naturales ambiciones de la época, en
que cada señor de territorios a él confiados, más o menos extensos e
importantes, quería ser dueño absoluto de lo que bajo su mando tenía. No era,
pues, un movimiento nacionalista el que los impulsaba a las rebeliones y a las
luchas, sino un pleito personalísimo de cada uno de ellos, pleito en el que
nada ponía el pueblo en concepto de reivindicación nacional, sino de apoyo o de
antagonismo a sus administradores extranjeros. Este es el concepto que nos
interesa rectificar y poner en su punto, desvirtuándolo como pretendido
antecedente de un «hecho diferencial». El Condado de Barcelona era una comarca
gobernada por los francos y las luchas intestinas que en él se registraban no
constituían manifestación alguna de independización por motivos y por deseos
raciales, sino meramente políticos, de una política extranjera como los Condes.
Llegamos al año 874, al momento histórico del que parten
los propagandistas del hecho diferencial para sostener la tesis de que el
Condado de Barcelona fué la base de la actual región española que lleva el
nombre de. Cataluña.
El Conde Salomón fué asesinado por los parciales de
Wifredo el Velloso para sentar a éste en el trono condal dependiente de los
francos. La Historia no arroja muchos datos que permitan esclarecer por
completo los hechos de aquella época. Afirman algunos, sin que nada les ayude a
probar sus afirmaciones, que Wifredo, el Velloso obtuvo de Carlos el Calvo,
emperador de Occidente y rey de Aquitania a la sazón, la independencia del
Condado de Barcelona, como recompensa por los servicios que le prestara aquél
en los complicados asuntos que al monarca ocupaban en guerras e intrigas. Dicen
otros, sin poder tampoco fundamentarlo, que Wifredo se alzó como soberano
independiente y que Carlos el Calvo hubo de avenirse a reconocer la nueva
soberanía. Lo más verosímil, poniéndose en un justo medio, es el suponer que a
Wifredo le fué reconocido el derecho a la sucesión familiar por Carlos el
Calvo, aunque no la independencia. No fuera un absurdo pensarlo, desde el
momento en que Wifredo se hallaba ligado por lazos de parentesco a los monarcas
francos, por ser hijo dé Wifredo I o de Arria, quien a su vez se halló emparentado
con los carolingios que regían lo que hoy es Francia. El hecho de que entre los
francos y el Condado de Barcelona no se registraran luchas, inclina a suponer
que hubo acuerdo, concesión. El rey de Aquitania debió conservar una autoridad,
siquiera fuese nominal, sobre el Condado, y por lo tanto la independencia de
Wifredo queda convertida en una dependencia feudal poco íntima. De no ser así,
es inconcebible que los francos transigieran con perder uno de sus dominios sin
hacer siquiera un intento para evitarlo.
No se nos oponga el argumento de que el Condado fué
mostrándose soberano en sus actos sucesivos; a ello puede contestarse que los
lazos poco sólidos que ataban a los Condes barceloneses con los monarcas
francos fueron debilitándose cada vez más hasta que, de hecho, fué el Condado
un dominio de soberanos condales extranjeros ejercido en comarcas españolas, ya
que en todo momento los Condes continuaron siendo oriundos extranjeros y
enlazándose con familias extranjeras también, sin que a las alturas del trono
llegaran jamás los naturales del país.
Que el espíritu godo español perduraba en lo que hoy
llamamos Cataluña, después de la invasión árabe y de todas las vicisitudes
sufridas por las comarcas españolas, lo prueba el que la legislación goda
española, conocida por Fuero juzgo,
regía en el Condado conjuntamente con la nueva legislación franca y siguió
vigente, por espacio de muchos años después de redactados los Usatges, pasada la primera mitad del
siglo XI, y aun después de la formación del Reino de Aragón y Condado de
Barcelona, en 1137.
El Condado de Barcelona no era en verdad una nación, a
pesar de que fueran sumándosele por herencias y otras circunstancias diversos
Condados de la región. Aunque no queremos complicar nuestro relato, debe advertirse
que los francos denominaron al conjunto de Condados instituidos en el nordeste
de España con el nombre de Marca
Hispánica; y esta Marca Hispánica iba reuniéndose bajo el mando del Conde
extranjero de Barcelona, pero sin que por ello fuese una nacionalidad. La
situación real continuaba siendo ésta: los Condados de la Marca Hispánica eran
comarcas españolas libertadas por los francos y por los francos dominadas,
aunque los jefes de cada uno de ellos fuesen casi independientes de Francia,
permítasenos el anacronismo de usar, este nombre, en gracia a la mejor
comprensión de las circunstancias que señalamos. En cuanto dejaran de gobernar
tales comarcas Condes extranjeros, revirtiendo el mando y la gobernación de las
mismas a los españoles que perdieran su dominio con la invasión árabe, los
naturales de dichos condados se hallarían automáticamente devueltos a su
verdadera condición de españoles, hecho que vino a suceder al integrarse el
Condado de Barcelona a la Corona de Aragón, pura y netamente española, porque
del seno del país procedían sus reyes, y porque el país los designaba como
tales, al paso que en los Condados de la Marca eran los Condes hechura extranjera,
por los extranjeros impuesta en un principio, y extranjeros hasta cesar en la
detentación de los paises españoles sometidos a su autoridad.
El régimen feudal que presidía la organización general
de los Condes, antitético del liberalismo de los reinos que en España se habían
formado, demostraba también la influencia y el dominio de los francos, de donde
se seguía la consecuencia de que mientras en el resto de España se caminaba
hacia la libertad, en las tierras españolas sujetas a la influencia y a la
dominación francas, se registraba un estancamiento de las libertades y del
progreso moral del pueblo. Todo, absolutamente todo cuanto al Condado de
Barcelona se refiere, de aquellos siglos, autoriza para sostener la tesis de
que si habían logrado los Condes cierta independencia, no era el pueblo el
independizado, sino que lo eran sus soberanos con respecto a la autoridad de
los monarcas francos o franceses. O sea, y volvemos a insistir en este punto,
que dichos Condados no .pasaban de ser una parte de España que
todavía no había logrado reincorporarse a la Patria que se reconstruía para
volver a la unidad nacional del año 711.
Si el separatismo catalán intenta fundar su «hecho
diferencial» en la independencia -harto dudosa- de los Condes de Barcelona, no
logrará demostrar lo que se propone, es decir, no conseguirá establecer que
existiera un pueblo independiente,
sino que una parte de España estaba dominada y gobernada por Condes extranjeros
que habían logrado la independencia de su poder y de su trono, pero no que la
hubiesen dado al país, porque este país no salía de su condición de español y
de dominado accidentalmente.
En todo caso, dispuestos a reivindicar algo, pudieron
los separatistas investigar en sus árboles genealógicos para reclamar, probada
su condición de descendientes de los antiguos Condes, la posesión de un trono
condal que, como extranjero, tarde o temprano habría sido derribado por la
Reconquista española. Y todo quedaría reducido a las pretensiones de un
ancentralismo familiar que tampoco tendría nada que ver con España ni con la
actual Cataluña, sino con las ambiciones de algunos descendientes de
extranjeros, es decir, un afán de imperialismo por parte de antiguos
dominadores completamente extraños al país que dominaran éstos y que aquéllos
intentaran dominar en nombre de una tradición, ni siquiera de un derecho.
Hemos afirmado repetidamente, haciendo abuso del
concepto, abuso que estimamos necesario para justificar nuestras afirmaciones,
que los Condados de la Marca, y más particularmente el de Barcelona, como
representativo de la pretendida nacionalidad catalana, eran única y
exclusivamente señorío de extranjeros. Que eran señoríos lo patentiza el
carácter feudal que ostentaban; y que eran extranjeros los que los señoreaban,
vamos a demostrarlo seguidamente.
Para ello, consideraremos un segundo período de la
Historia del Condado de Barcelona, período que abarca desde el año 874 en que
Wifredo el Velloso es nombrado Conde por los asesinos de su antecesor Salomón,
hasta Ramón Berenguer IV, quien por casamiento con la reina de Aragón adquirió
legalmente el derecho de ser español como consorte de una reina española,
pasando desde entonces a la soberanía española—aragonesa—los habitantes de la
región nordeste de la Península, después de haber permanecido durante más de
tres siglos sujetos a la autoridad franca que los sustrajo a la dominación
musulmana, considerándolos desde el principio como extranjeros -recuérdense los Preceptos de Ludovico- y como
españoles, y dejándolos posteriormente bajo la autoridad de personajes francos
y oriundos francos independizados personalmente de sus monarcas.
Lo que hoy se llama Cataluña, en suma, permaneció, hasta
que Aragón lo reintegró al seno de la Patria casi totalmente reconstruida, en
la misma situación que las comarcas andaluzas dominadas por los árabes, o sea,
bajo un dominio extranjero, pero sin constituir nacionalidad, esperando que la
Nación de que habían sido desgajadas por la invasión musulmana, las recuperase
para reintegrarles su verdadera calidad. Claro es que las circunstancias específicas
eran distintas en una y otra regiones, ya que los dominadores eran diferentes,
pero la situación legal era la misma: se trataba de tierras españolas no
reincorporadas todavía a España.
Antes de terminar este capítulo, queremos volver sobre
un punto tratado. Ramón Berenguer IV no pudo titularse soberano de una porción
de España con pleno derecho hasta que España, por medio de Aragón, le consagró
como soberano de las tierras que gobernaba. Al consagrarlo así le daba la
calidad de ciudadano aragonés, españolizándolo, y por tanto el primer soberano
legal de la actual Cataluña no existió hasta el año 1137, es decir, hasta el
ensanchamiento de Aragón con varias comarcas de la España irredenta.
III
La Reconquista había determinado la formación de
diversos Reinos españoles, siendo los principales Castilla y Aragón. Este había
reconocido al rey de Castilla, Alfonso VII, como Emperador de España, igual que
los demás monarcas españoles, estableciéndose así el principio de la
reconstitución nacional que había de terminar en la unidad española con los
Reyes Católicos. Al volver al seno de la Patria el Condado de Barcelona, en
1137, por medio de Aragón, el reconocimiento del Emperador de España se había
hecho ya por los aragoneses a favor del rey castellano, por lo que los nuevos
súbditos españoles nada podían objetar sobre aquel asunto. Y no será importuno
que volvamos a recordar que a pesar de las apariencias de nacionalidad
mostradas por el Condado, los españoles que en él habitaban no habían podido
considerarse como independientes de todo dominio extranjero hasta el momento en
que Ramón Berenguer IV, al ser aceptado como aragonés, dejaba de ser un
dominador extranjero para convertirse en rey consorte de Aragón. Hasta entonces
no podía ser considerado como legal monarca español de uno de los reinos
españoles formados durante las vicisitudes de la Reconquista. La región hoy
llamada Cataluña, en suma, había sido separada de la España goda hacia el año
713 y desde este año hasta el 1137 habíase hallado bajo una dominación
extranjera, de igual modo que Granada lo estuviera -aunque el dominador fuese
otro- desde el 711 hasta 1492. Y si los dominadores de Granada y de otras
comarcas andaluzas no podían acreditar ningún derecho para llamarse reyes
españoles de paises españoles, tampoco lo tenían los Condes francos —o
franceses— que en el nordeste de la Península habían dominado sin merecer la
enemiga de los españoles porque en ellos veían cristianos también. Pero si la
reintegración de los países por los Condes francos detentados hubiera tardado
más tiempo en realizarse, muy posible es que Aragón, en nombre de España,
hubiera terminado con la dominación extranjera y el resultado final hubiera
sido el mismo: reincorporación de una región al conjunto de la España en
reconstrucción, sin que los Condes detentadores pudieran alegar más derechos
que los que en Andalucía pudieran alegar Muley Hacén, el Zagal y otros
soberanos musulmanes.
Hemos dicho reiteradamente que los condes de Barcelona
eran extranjeros por su origen y que por sus enlaces y sucesiones continuaron
siéndolo hasta el propio Ramón Berenguer IV. Vamos a probarlo, haciendo ligera
mención de los doce que desde el año 874 hasta el 1137 gobernaron el Condado.
Wifredo I, el Velloso. En realidad debería ser llamado
Wifredo II, puesto que antes había gobernado el Condado de Barcelona, con el
intermedio del asesinado Salomón, Wifredo de Arria, padre del Velloso.
El de Arria se hallaba emparentado, según parece
desprenderse de los más fidedignos datos consignados por cronistas e
historiadores, con la familia carolingia
reinante en los Estados francos. Wifredo el Velloso, por lo tanto, era extranjero
aunque acaso hubiese nacido en el condado, tan extranjero como el que más,
ya que el lugar del nacimiento no es el que determina la nacionalidad, sino que
ésta es determinada por la ascendencia y por la educación.
Wifredo el Velloso contrajo matrimonio con Winidilda,
hija de los Condes de Flandes, y también
extranjera. El ejercicio de Wifredo el Velloso terminó en el año
898, en cuya fecha subió al trono condal su hijo Borrell I o Wifredo II.
Borrell I gobernó el condado hasta el año 912,
sucediéndole en el trono su hermano Suniario o Sunyer, hijo también de Wifredo
el Velloso y Winidilda.
Suniario ocupó el Condado desde el año 912 hasta el 953,
después de haberse casado con una dama de familia franca, llamada Riquildá, de
cuyo matrimonio nació Borrell II.
Borrell II, nieto de Wifredo el Velloso, ocupó el trono
condal desde el año 953 hasta el 996 y durante algunos años gobernó asociado a
su hermano Mirón; pero éste no nos interesa por cuanto no dejó sucesión
masculina y, además, porque nuevamente quedó al frente del Condado barcelonés
su hermano Borren II.
Este, siguiendo la pauta establecida por sus
antecesores, tampoco se unió a ninguna dama del país, sino a una extranjera,
Liutgarda, hija de los condes francos o franceses de Auvernia, con la que tuvo
un hijo que fué más tarde Borrell III. Y que era ya pertinacia, si no se
trataba de una imposición de los reyes y de los emperadores franceses, la
costumbre de casarse con mujeres francesas, lo prueba el que habiendo enviudado
volvió a contraer matrimonio con otra dama de la casa condal de Auvernia, acaso
hermana de la anterior, Liutgarda, llamada Eimeruda.
Borrell III, o Ramón Borrell, disfrutó el trono del
Condado desde el 992 hasta el 1018 y se casó con Ermesinda, francesa también,
hija de los condes de Carcasona. Volvemos a comprobar que el extranjerismo de
la familia condal barcelonesa descendiente de Wifredo de Arria, no llevaba
trazas de romperse.
A Borrell III le sucedió su hijo Berenguer Ramón I,
habido de su matrimonio con Ermesinda. Y Berenguer Ramón I, siempre siguiendo
la tradición, contrajo nupcias con otra francesa como él, con Sancha, hija de
los duques de Gascuña, aunque algunos historiadores mal informados crean que
esta Sancha era hija del conde de Castilla. Las investigaciones realizadas por
eminentes autores han demostrado que su esposa fué, en realidad, la Sancha de
Gascuña. Su reinado o gobierno se extendió desde el año 1018 hasta el 1035,
pasando en este último a ocupar el Condado Ramón Berenguer I, hijo de Berenguer
Ramón I y de Sancha de Gascuña.
Ramón Berenguer I, que gobernó el Condado desde 1035
hasta 1076, contrajo matrimonio con Isabel, hija de los condes de Carcasona;
posteriormente contrajo segundas nupcias con una señora llamada Blanca, de
quien no se tienen datos concretos, y a la que repudió cuando aun no llevaba un
año de matrimonio; finalmente, casó en terceras, nupcias con Almodís, ex esposa
del conde de Tolosa, quien a su vez la había repudiado después de haber tenido
con ella tres hijos. Parece ser que Almodís era tía de la primera esposa de
Ramón Berenguer I, Isabel de Carcasona. De su matrimonio con la ex condesa de
Tolosa, Almodís, tuvo dos hijos gemelos: Ramón Berenguer y Berenguer Ramón.
Los dos hijos gemelos de Ramón Berenguer I y Almodís
gobernaron juntos el Condado desde el año 1076 hasta el 1082; pero en este
último año Berenguer Ramón II el Fratricida -asesinó a su hermano Ramón Berenguer
II -Cap d'Estopa-, quedando dueño del gobierno condal hasta el año 1096.
Ramón Berenguer II había contraído matrimonio con
Mahalta o Matilde, hija del normando Roberto Guiscard, duque de Calabria
francesa -y de nuevo nos permitimos, para mayor claridad, utilizar esta palabra
en lugar de franca-, de la que tuvo un hijo, Ramón Berenguer, que había de ser
el III de su nombre, sucediendo a su tío el asesino Berenguer Ramón II.
Aunque se nos tilde justamente de pesadez, nuevamente
hacemos notar que la familia condal barcelonesa seguía siendo extranjera, sin
relación alguna de parentesco con los españoles que más adelante fueron
llamados catalanes. Tanto insistimos, porque deseamos llevar al ánimo del lector
la convicción de que el Condado de Barcelona, con todos los que feudalmente,
dependían de él, seguía siendo una parte irredenta de España, un territorio
español sometido al dominio de familias francesas y acaso, seguramente casi,
dependiente en suma de los monarcas de Francia. Más adelante expondremos
algunas consideraciones que nos autorizan a creer firmemente en la dependencia
de los condes barceloneses respecto de los Estados francos.
Ramón Berenguer III, ascendido al trono en 1096, casó
con una de las hijas del Cid, llamada María, de la que tuvo una hija -a la cual
casó con un soberano extranjero- y luego, en segundas nupcias, con una Almodís,
de origen desconocido; por fin contrajo terceras nupcias. con Dulcia o Dulce,
hija de los condes de Provenza -¡siempre el extranjerismo!- y de ella obtuvo la
herencia de algunos dominios y un hijo que había de ser Ramón Berenguer IV.
Al llegar a Ramón Berenguer IV debemos detenernos para
dar paso a unas cuantas consideraciones que se desprenden de todo cuanto
llevamos consignado y a otras que tomamos de autores solventes, ya para
compartirlas, o bien para rebatirlas con sus propios argumentos.
En primer lugar, fijémonos en que desde Wifredo el
Velloso hasta Ramón Berenguer IV no se desvirtúa la calidad extranjera de los
condes barceloneses; una sola excepción encontramos en el matrimonio de Ramón
Berenguer III con María, hija del Cid; pero hasta en este caso no se obtiene descendencia
de varones y la hija nacida es dada en matrimonio a un extranjero.
Que a través de
más de dos siglos se prolongue tal conducta, es dato muy suficiente para
sospechar que los condes barceloneses dependían de Francia. Y más todavía lo
hace sospechar el interés desmedido de algunos historiadores, como el a la vez
poeta notabilísimo Víctor Balaguer, en buscar datos para establecer, sin
conseguirlo, la plena soberanía condal como Estado independiente; lejos de
llegar al resultado que se propone Balaguer, se adquiere, estudiando sus
argumentos, la convicción de que legalmente no había llegado ningún Conde de
Barcelona a desligarse de la calidad de feudo de los monarcas franceses; que
esta dependencia feudal se hallaba muy mitigada es cierto, pero debe tenerse en
cuenta que los complicados asuntos de Francia no le permitían a esta nación
poner coto a los excesos de sus feudatarios.
Ahora, como antes, nos hallamos ante una conclusión
innegable: el Condado de Barcelona era un dominio feudal señoreado por una
familia extranjera, ligada desde un principio a los carolingios franceses; el
país era en absoluto ajeno a sus Condes y éstos, por lo tanto, no acreditaban
sobre él ningún derecho histórico ni racial, sino simplemente el de ocupación
que habría de caducar cuando España recabara su soberanía, despojando a los
detentadores o legalizando su situación. Mientras tanto, y nadie podrá
demostrar lo contrario, las comarcas comprendidas por el Condado de Barcelona
no eran sino regiones irredentas de España.
Más aún: habían de pasar todavía bastantes años antes de
que por primera vez en la Historia apareciese la palabra Cataluña en su forma primitiva de Catalonia o Catalaunia, así como
el concepto de catalanes.
El Condado no era nación; Cataluña no existía; de los
catalanes no se hacía mención. ¿Dónde, pues, estaban las datos que permitieran
siglos después pregonar un hecho
diferencial?
No tardaremos en ocuparnos de la etimología de las voces
Cataluña y catalanes, y entonces podremos reforzar más nuestros argumentos que
conceptuamos ya muy sólidos, no por ser nuestros, que ello fuera irreverente
necedad y presuntuosidad imperdonable, sino por ser la verdad de la Historia,
los datos estrictos, sin comentario expresados, pues que el comentario se
formula en vista de ellos y no paralelamente a ellos y con tendencia a
desvirtuarlos o a influenciar el ánimo del lector.
IV
Después de reseñados cronológicamente los Condes de
Barcelona desde la fundación del Condado hasta Ramón Berenguer IV, haremos
algunas reflexiones que estimamos necesarias para la mejor comprensión del
separatismo catalán que en nuestros días ha tomado un carácter virulento.
En torno de los poderosos, y especialmente de aquellos
que por azares de la suerte llegan a ocupar las más elevadas posiciones en la
vida de los pueblos, se reúne siempre una sociedad dispuesta a disfrutar las
regalías y las ventajas que el favor pueda depararle. Así nacen la
aristocracia, la nobleza y cuantas clases sociales, en todos los tiempos, bajo
todas las formas de gobierno, y en todos los países, identifican sus intereses
con los del que las favorece aunque tal favorecimiento signifique injusticia y hasta
perjuicio para los que no han logrado trepar a las proximidades del poderoso.
Los intereses creados tienen la triste virtud de anular
en el corazón y en el sentimiento del hombre todas las pasiones nobles que
afectan a la dignidad, a la patria y a la familia. El bienestar material hace
egoístas a los que en él viven; la apstencia de autoridad, de vanidosa
significación y preponderancia, llega a anular el sentimiento de justicia; la
conveniencia determina la adhesión del favorecido al favorecedor, aunque en
ocasiones las ambiciones no se sienten totalmente satisfechas y sobreviene
entonces la traición. Tales son los elementos que conducen a la formación de
las Clases sociales y de los partidos políticos afectos a las personas que
reinan o que gobiernan en el más alto sentido de estas palabras.
Todos aquellos a quienes las incidencias de la vida han
llevado hasta el plano de los privilegios, del favor y de la .protección del
poderoso, llegan a desligarse de toda otra condición que no sea la de
privilegiados y a ella sacrifican deberes y virtudes, honor y lealtad, justicia
y verdad. Para ellos es la mayor y casi única preocupación la de continuar en
el goce de sus privilegios y de sus regalías. Y los soberanos, los gobernantes,
conocedores del corazón humano, han sabido siempre, y saben, crearse un
contingente de incondicionales, de incondicionales no a ellos, sino a los favores
que reciben y esperan. Por tal causa, cuando un poderoso se derrumba sin que
puedan quedar esperanzas de que de nuevo se levante, sus partidarios y sus
favorecidos no tardan en abandonarle para rodear al nuevo señor, al nuevo poder
que, para sostenerse, habrá de darles igual trato que el anterior poderoso les
diera.
Basta echar un rápido vistazo sobre el actual panorama
político español para comprobar lo que afirmamos. Los principales personajes de
la política española, los más interesados en
que el nuevo régimen republicano se consolide, no son precisamente los
más republicanos, sino los que en tiempos de la Monarquía y de las dictaduras
medraron a la sombra de los reyes y de los dictadores. Caído Alfonso XIII,
antes que otros pudieran acercarse a las alturas del régimen para medrar y para
obtener privilegios, procuraron acercarse los antiguos favorecidos, claro está
que con las forzadas excepciones de aquéllos que, o no consideraron sólido el
nuevo poder, o no fueron admitidos por el régimen republicano, o que, caso rarísimo,
prefirieron continuar siendo fieles en la desgracia al que en su esplendor
habíanle prometido y acaso jurado fidelidad y constancia.
Para situarse en las altas esferas de la política es
necesario disponer de un claro talento y de una clara previsión de los acontecimientos
y de las cosas. Lógico era, por lo tanto, que los políticos del 1923 y aun de
años anteriores, adivinaran el porvenir inmediato de España, ya que muchos
ciudadanos sin dotes y sin práctica políticas sabían y podían preverlo también,
estableciendo casi con seguridad el proceso del derrumbamiento del régimen: tentativas
republicanas desde principios de nuestro siglo, disposición del rey a la
abdicación, desastre de Marruecos, y caos social, eran los elementos de juicio.
Dictadura, revolución y finalmente República, eran las posibilidades lógicas.
Así, los políticos dotados de talento podían prever lo que en tiempo no lejano
habría de suceder y, dispuestos a no perder sus posiciones de altura,
prefirieron en muchos casos evolucionar discretamente para que luego no fuera
demasiado brusco el cambio. Y esta es la razón de que entre nuestros políticos
republicanos haya tantos ex monárquicos .procedentes de los más
diversos partidos que apoyaban al régimen derrotado en 1931.
Sería injusto negar que hay un crecido número de hombres
que evolucionaron por convicción, porque los acontecimientos habían operado en
ellos un cambio espiritual y afectivo; pero aunque corramos el riesgo de
atraernos las censuras de los timoratos y de los farsantes, no podemos abstenernos
de expresar nuestra firme creencia, nuestra convicción absoluta, de que estos
casos constituyen proporción mínima.
En cambio, si con el advenimiento de la República
hubieran padecido los intereses creados de los magnates y de los personajes que
con la monarquía y con la dictadura llegaron a los pináculos de la fortuna, del
poder y de la vanidad, dichos personajes se hubieran encerrado -forzosa y
obligadamente al ser rechazados- en una enemiga decidida contra la República.
Y si no demostraban tal enemiga, por lo menos darían la sensación de fidelidad
al régimen desaparecido.
Todas estas consideraciones las hacemos, no como crítica
de nuestra situación política actual, sino como línea de acontecimientos
paralela a la que los sucesos y las circunstancias del Condado de Barcelona trazan
para que de ella se deduzca la calidad del separatismo catalanista.
Al instituir Ludovico Pío el Condado de Barcelona, de
igual modo que antes se crearan otros Condados de menor importancia, en torno a
la nueva entidad feudal se agruparon, como en torno a todo foco irradiador de
mercedes y de privilegios, de honores y de halagos, todos aquellos individuos
decididos a obtener algo en provecho propio validos de su proximidad al poder.
Los que nada lograban, respondiendo a un invencible dictado de la condición del
hombre, constituían el bando opuesto, antagónico al de los favorecidos y su
favorecedor. En cuanto a la masa del pueblo, aquella que nada espera ni de unos
ni de otros, sino que, como el borrico de la fábula, sabe que con blancos y con
negros le tocará siempre llevar la carga y sufrir los palos, se inhibía de la
lucha innoble de ambiciones y de favoritismos. Y no porque fuera el Condado de
Barcelona en sí, se daban tales circunstancias, sino que éstas son siempre
exactamente las mismas para todos los pueblos, para todos los tiempos y para
todas las formas de gobierno. De ahí que podamos establecer el paralelo.
La turba de aduladores y de estómagos agradecidos fué
formándose en torno a los Condes de Barcelona como se forma en torno a todo
aquél que tiene prebendas que otorgar, honores que dispensar, riquezas que
distribuir o justicia para cometer injusticias que a sus adictos favorezcan.
Estando vinculado el disfrute del Condado en una
familia, adquiría cada vez más solidez la influencia de los condes sobre su
corte, sobre las clases por ellos privilegiadas; y como es lógico, tales
privilegiados eran más numerosos cada vez con el crecimiento del poderío condal
y más adictos a sus privilegios, que lo heredado parece estimarse como más
sólido que lo adquirido.
Hemos dicho en este mismo capítulo que el deseo de
disfrutar el favor de los poderosos hace que los hombres renuncien a su
dignidad, a sus afectos, a su naturaleza, a todo. Por esta razón es frecuente
el que se concierten matrimonios entre naturales de diferentes naciones y países
cuando media el interés de una ambición que se espera ver satisfecha. Numerosas
familias godas del condado barcelonés se unieron a familias francesas para
estar así más próximamente situadas respecto a los reyes, y a los condes y se
creó la casta de los nobles y de los personajes de significación que se
sucedían de padres a hijos junto al poder condal de igual manera que los condes
iban sucediéndose siempre bajo el amparo de sus enlaces con otros soberanos
feudales franceses.
Pasaron los años y los siglos y, con su paso, sobrevino
la transformación de la sociedad del Condado. Los condes eran de hecho
autónomos con relación a Francia, de la que naciera su poderío; cada vez se
hallaban en mejores condiciones para rodearse de gentes interesadas en su
engrandecimiento y en su fortuna, para que hasta ellos llegaran los reflejos
de la gloria, de la riqueza, de la vanidad satisfecha, de la apetencia de mando
y de preponderancia.
Pero al propio tiempo se iba preparando en la Historia,
con la mayor civilización de los pueblos, un cambio que a la larga debía
representar grave detrimento para los intereses creados y disfrutados por
herencia, generación tras generación.
Al contraer matrimonio con Petronila de Aragón el Conde
de Barcelona, cuya condición de mero detentador de una parte de España
conocemos y en la que repetidamente hemos insistido, comenzó a operarse una
evolución de las costumbres, del concepto del derecho, de la ciudadanía del Condado
barcelonés, que tendía a mejorarse, acercándose al ambiente de Aragón. El
Condado barcelonés era de carácter puramente feudal, como correspondía a su
calidad de creación francesa, pues Francia era el país del feudalismo por
excelencia, mientras que en Aragón las corrientes democráticas determinaban
una radicalísima y ventajosa diferencia respecto de todo lo que supusiera
tiranía, privilegio, o desigualdad entre los individuos. Era natural, por lo
tanto, que al democratizarse la vida en el condado barcelonés, ello no se
realizara sin detrimento de los intereses creados de los poderosos; la resistencia a tal
detrimento dió lugar a un fuerismo, y
los poderosos supieron, como saben siempre que les conviene, determinar al
pueblo a engañarse creyendo que aquellos intereses de sus nobles eran los del
pueblo mismo. Era el modo de crear un estado de opinión que supusiera como
entidad nacional el antiguo Condado. De igual modo las plutocracias, las
burguesías y el capitalismo, en los tiempos modernos, definiendo a su entender
y convenir el concepto de patria, lanzan a la lucha salvaje a millones y
millones de hombres.
Cuanto más avanzaba la civilización social, tanto más
iban cercenándose privilegios, autoridad de los poderosos, honores, vanidades y
todo lo que constituía desigualdad moral y material. Los pueblos progresivos,
sacrificando la tradición y los intereses creados que son rémoras para su desarrollo
y para su mejoramiento, adoptan las nuevas corrientes y las nuevas
orientaciones más justas, aunque por ello protesten los perjudicados, es decir,
aquellos que se creen perjudicados porque se les priva de lo que no deben
poseer. Aragón se distinguió siempre por su política progresiva y democrática
y el antiguo Condado barcelonés, ya Cataluña, se resintió de tal
característica, porque la nobleza hacía toda clase de esfuerzos para no ser
desalojada de sus posiciones. Uno de sus mejores medios de defensa consistía en
ganar para su causa las masas del pueblo ignorante que, con algunas leyendas,
con unas cuantas palabras bien estudiadas que se le dirigieran, no supo ver, como no saben ver por lo general los pueblos, que se
le hacía juguete de intereses de clase, de la clase que lo expoliaba.
En la corta extensión que podremos dar a este trabajo,
no nos es posible trazar la Historia completa de Cataluña, ni mucho menos; pero
quienes hayan profundizado ligeramente en ella, quienes dediquen a ella alguna
atención, no juzgarán atrevido el que nos permitamos afirmar que en todas las
ocasiones en que Cataluña se ha rebelado contra Aragón primero y contra España
después, sus rebeliones han reconocido como causa, siempre muy fácil de
descubrir, la resistencia de los privilegiados a perder sus posiciones. El
pueblo, el verdadero pueblo que más pierde que gana con toda clase de
movimientos de rebelión y de lucha, no dejaba de ser un instrumento. Y aunque
en todos los países lo ha sido siempre y sigue siéndolo, en Cataluña, por las
reminiscencias feudales, el pueblo era más que otro ninguno constante
instrumento de sus opresores, de sus esquilmadores que, para asegurarse su
concurso, le explicaban una historia fantástica y le predecían un porvenir más
risueño que el que una zahorí predice por dos pesetas. Las ambiciones de los
condes extranjeros lo identificaron con la existencia de una nacionalidad; las
disputas por cuestión de dinastías, de 1640 y de 1714, las llamaron luchas
nacionales, cuando hacían ventilar al pobre y engañado pueblo pleitos de
confabulaciones y confederaciones bélicas extranjeras; a la esclavitud reglamentada
llamáronle fueros, y a la reforma o supresión de normas anacrónicas y
antidemocráticas de la vida, atropello.
El separatismo es, ante todo, tradicionalista. A pesar
de todas sus afirmaciones revolucionarias, propende a una regresión que
recuerda el vasallaje de la remensas,
el derecho de pernada, la división en brazos
o castas, el exclusivismo gremial, la absurda legislación sacramental, como los
testamentos válidos por el sólo testimonio de una o más personas.
El separatismo, además, no tiene bases sólidas sobre las
que asentarse. Es, en todo caso, la continuación de las ambiciones de los
privilegiados y favorecidos por los Condes; el afán de sus descendientes por
reconquistar el disfrute de un feudalismo que en estos tiempos se traduce en
imperialismo de fábrica, de taller y de campo. Y el pueblo en general, que
sigue a los descendientes de los señores de pernada y de remensa, ahora como en los tiempos de Bera y de Wifredo y de Ramón
Berenguer IV, recorre dócilmente el camino que le señalan, sin voluntad, sin
detenerse a examinar quiénes y qué son los que de instrumento le hacen servir,
los que para saciar sus ambiciones no vacilarán en conducirle a una guerra
civil para después desempolvar los tronos del feudalismo y recordar unos Usatges en forzoso desuso desde que los
reyes aragoneses dictaron leyes justas y sabias, y mucho más desde que la
Revolución Francesa proclamó los Derechos del Hombre reconocidos hoy por todo
el mundo civilizado, menos por los separatistas catalanes, que aspiran a retroceder
en la Historia y en la civilización.
Es el sentimiento separatista, en resumen, no
imperialismo, como algunos afirman, sino feudalismo, porque el imperialismo
tiende a reunir, a engrandecer, mientras que el feudalismo tiende única y
exclusivamente a satisfacer pasiones pequeñas de hombres pequeños en feudos
pequeños, en la tribu, en el clan. Tiende a desmenuzar.
Cada uno de los agitadores del separatismo puede
responder a una de tres condiciones: o es un descendiente de los privilegiados
por el régimen feudal, o es un impostor que pretende suplantar a tales
descendientes, o es un equivocado al que instiga el odio estúpido que los
negociantes mistificadores de la Historia le han inyectado en el corazón y en
el cerebro.
Los primeros
apenas existen; los impostores de la descendencia histórica, son muchos. pero
los energúmenos bestializados son numerosísimos, son los más. Son la masa
borreguil que los intrigantes mueven a su antojo para esquilarle las lanas
después de logrado el objeto que se propusieran.
Ahora, establecida
la verdadera calidad del separatismo catalán, volvamos al cauce de análisis
histórico que es el fin primordial de este folleto.
V
En los capítulos
que anteceden hemos llegado a dos conclusiones: la primera, que el Condado
de Barcelona no constituía en modo alguno nacionalidad propia, sino ocupación
de comarcas españolas por el feudalismo francés; la segunda, que el sentimiento
nacionalista catalán de nuestros días no puede fundarse en bases históricas,
sino en intereses y ambiciones personales menos susceptibles de acreditar un
derecho por cuanto la evolución de la sociedad los iba desvirtuando y haciendo
prescribir al dar a la ley racional sus prerrogativas.
En este punto de
nuestro trabajo, volveremos al momento en que Aragón acoge como rey consorte a
Ramón Berenguer IV y estudiaremos brevemente las circunstancias que en este
hecho concurrieron y las consecuencias que de el se derivaron.
Aragón, que había
comenzado siendo un pequeño condado, fué engrandeciéndose mediante sucesivas
conquistas a costa de los invasores árabes, hasta llegar a constituir un reino
poderoso que se engrandecía paralelamente a los demás reinos y soberanías
españolas de la Reconquista. Desde el primer momento había ofrecido Aragón
características raciales bien acusadas y sus condes y reyes procedían del seno
de la nacionalidad misma, a diferencia de lo que sucedía en los condados
regidos por nobles francos.
Habiendo tenido
que hacerse cargo del trono aragonés Ramiro el Monje, hermano de Alfonso I el
Batallador, para lo cual salió del Monasterio en donde desde hacía diez y nueve
años era monje y de ahí su sobrenombre, contrajo nupcias a muy avanzada edad y
no tuvo más sucesión que una hija, Petronila, que por su tierna edad no podía
gobernar el reino. Como Ramiro no se avenía tampoco a la gobernación de su
Estado, hubo de pensar en hallar un sucesor, cuyas dotes personales permitieran
esperar de el que continuara brillantemente la Historia gloriosa del reino
aragonés.
Ramiro el Monje pensó en Ramón Berenguer IV y con el
beneplácito de sus súbditos, le ofreció su hija Petronila en matrimonio, oferta
que aceptó el barcelonés, en el ario 1137. El matrimonio no había de hacerse
efectivo basta el 1050, pues Petronila contaba a la sazón dos años. En este interregno
de tiempo Ramón Berenguer fué considerado como Príncipe de Aragón y Conde de
Barcelona. No se le reconocía el pleno derecho al trono de Aragón, que se
reservaba para los sucesores de Petronila, pero de tal manera se legalizaba la
posesión de los condados del Nordeste español por el conde extranjero. Este fué
el modo de incorporar a España las comarcas que en poder extraño se hallaban,
pero nada impide afirmar que de haber sido otro el estado de Aragón en cuanto a
la sucesión del trono, en su creciente engrandecimiento, aquel reino hubiera
llegado a desposeer a los Condes barceloneses de lo que detentaban sin título
ninguno que les acreditara como soberanos legales. Fué, en suma, una
transacción que evitaba una guerra de reconquista de cristianos españoles
contra cristianos extranjeros para que volviese a España una parte de ella
todavía no libertada de dominadores, aunque no fueran éstos musulmanes.
Argumento éste que anteriormente hemos expuesto, pero que no vacilamos en
repetir para establecer sólidamente la verdadera condición de los Condes de
Barcelona.
Hemos hablado en el capítulo anterior de intereses
creados; indudablemente, tres siglos largos de sistema feudal, habíanlos hecho
desarrollarse en los condados
catalanes -en gracia a la brevedad de la expresión empleamos la palabra
catalanes, anacrónica todavía- y era empresa harto delicada el lesionarlos
porque, aunque el derecho que en ellos concurría era en extremo discutible por
proceder de una organización extranjera impuesta al país, se juzgó conveniente
respetarlos y de ahí se originó la dualidad de jurisdicciones condal y real.
Buena política era la emprendida, consistente en dejar que fuera el tiempo el
que realizara la fusión completa, porque cesando la influencia francesa en la
constitución de la sociedad barcelonesa, los rastros anteriores irían
desapareciendo a la par que el espíritu aragonés substituía al extranjero que
en las alturas del Condado predominaba.
Del matrimonio entre Petronila y Ramón Berenguer IV
nació un hijo que a la muerte del Conde se hizo cargo del reino. Pronto se vió
que los intereses creados querían entrar en juego, por cuanto se pretendió por
la nobleza del condado barcelonés que el nuevo rey fuera designado con el
nombre de Ramón Berenguer V, para así continuar la serie de Condes de
Barcelona. No obstante, Petronila impuso su opinión y su derecho y el sucesor
de Ramón Berenguer se llamó Alfonso II, siguiendo la lista de reyes de Aragón.
Su título de Conde de Barcelona quedaba relegado al título de honorífico y con
ello se patentizaba que el Condado había desaparecido bajo el primer soberano
español que lo gobernaba. Luego, si dentro del reino de Aragón no existía un Estado soberano que se llamara Condado
de Barcelona, y no habiendo existido legalmente ningún Estado español ni catalán de igual nombre, sino simplemente un señorío extranjero de territorios españoles devueltos a España por
su último detentador, se llega a la conclusión de que el Condado de Barcelona no existió nunca como nación. Y como por
aquella fecha no sonaba todavía la palabra Cataluña, según las investigaciones
del erudito Víctor Balaguer, y menos todavía se hablaba de catalanes, no es disparate afirmar rotundamente que Cataluña no existía.
No existía Cataluña, decimos; y como Aragón, lejos de fraccionarse,
terminó por unirse a Castilla, Cataluña no pudo nacer posteriormente. Por lo
tanto, Cataluña nunca ha existido.
Se objetará por los contradictores interesados en
sostener el “hecho diferencial” que la diversidad de legislaciones y de costumbres
implicaba diversidad de nacionalidades. Nada más lejos de la realidad. En
aquellos tiempos, no sólo las comarcas, sino a veces hasta los pueblos, tenían
con singular frecuencia características propias de legislación, reminiscencias
del sistema feudal que necesariamente había presidido, los primeros pasos de la Reconquista. Por otra parte, sabemos que
en cuanto a los Condados francos, su legislación, sus fueros, eran
sencillamente privilegios concedidos por
los dominadores para granjearse la voluntad y la confianza de sus
administrados, especialmente de los que habían logrado alcanzar alguna
importancia. No tenían carácter de legislación general y no sentaban más
precedente que el ser ejercitados por aquéllos a quienes beneficiaban
directamente. En uno de los capítulos anteriores hemos consignado el hecho de
que la antigua legislación goda española no perdió su virtud en el Condado y
que se conservó hasta mucho después del siglo XII. Es cierto que en el siglo XI
fueron redactados los Usatges, pero
debemos distinguir entre la vieja legislación aceptada de antiguo por el pueblo
y las modalidades legislativas introducidas, por los dominadores francos de
acuerdo con sus costumbres originarias, modalidades que fueron tácitamente aceptadas
o en silencio acatadas por los naturales del Condado.
El espíritu de
transigencia que Aragón observó para con la organización del Condado no
significa que reconociese en modo alguno soberanía a los Condes que la
ejercieran; también los árabes respetaron las leyes y las costumbres de la
España invadida, pero no por ello se avinieron a reconocer ninguna otra
soberanía que no fuera la suya propia en los países dominados. Los árabes
confiaron a la acción del tiempo la total infiltración de su espíritu en el
pueblo español; de igual modo, los aragoneses confiaron a la acción del tiempo
el olvido de la influencia extranjera en los territorios reincorporados a la
patria española. Por lo tanto, las argumentaciones especiosas que en este
sentido puedan oponerse al hecho concreto de que el Condado de Barcelona no fué jamás nación, carecen de todo valor y
sólo por una singularísima crítica de la Historia han podido ser tomadas en
consideración. Distinguiendo entre el hecho aparente y el hecho real y legal,
como venimos haciéndolo aquí, se llega fácilmente a resultados concretos aunque
se rompan viejos moldes cuya finalidad única es falsear los acontecimientos y
la verdad histórica.
Retrocediendo al
año 801, en que tuvo lugar la fundación del Condado de Barcelona, podrá también
objetarse que la circunstancia de ejercer soberanía en él una familia
extranjera, es caso idéntico al de las dinastías Borbónica y Austriaca, ambas
extranjeras, reinando en España. Pero a esta posible objeción replicaremos que
las circunstancias eran muy distintas, por cuanto en el segundo existía la
voluntad nacional dando su conformidad, mientras que en el primero no existe el
mismo punto de partida para considerar la
legalidad de la situación creada.
Que se trata de
falsear la Historia se puede comprobar fácilmente y en numerosas ocasiones. Por
ejemplo, hay quienes catalogan al hijo de Petronila y Ramón Berenguer IV como
Ramón Berenguer V de Barcelona; pero no pudiendo mantener esa nomenclatura por
cuanto el sucesor de Petronila tomó el nombre de Alfonso al ocupar el trono
aragonés como tal rey, a diferencia de su padre, que había sido únicamente
Príncipe de Aragón, lo designan como Alfonso I, suponiendo que era el primer
monarca de Cataluña -del Condado de Barcelona- que así se llamaba.
Pues, bien. No hay tal Alfonso I, sino Alfonso II de Aragón, sucesor de
Petronila y ésta, a su vez, sobrina de Alfonso I de Aragón, el Batallador.
Ya realizada la
unión del Condado de Barcelona al reino de Aragón, nuestra labor se acerca a su
fin. Nos limitaremos en los capítulos sucesivos a reseñar las causas que
determinaron las tres ocasiones en que Cataluña intentó obtener una entidad nacional que jamás había existido, y que
anticiparemos al conocimiento del lector: el Compromiso de Caspe, la rebelión
de 1640 y la guerra civil de 1714.
Ahora, antes de
dar por terminado éste, recapitularemos nuestras conclusiones, como hemos
venido haciendo en los anteriores, para afirmar una vez más:
1.º Los Condados
del Nordeste de España, reunidos en el de Barcelona, no constituyeron
nacionalidad española, sino dominio extranjero.
2.º No hay dato
que permita afirmar la independencia del Condado de Barcelona respecto de Francia, y mucho menos
de la época en que tal independencia hubiera tenido lugar.
3.º El respeto
de Aragón a las costumbres y a las leyes feudales del Condado de
Barcelona no significa reconocimiento de soberanía anterior.
4.º Hubo dualidad de títulos ostentados por una sola persona como
Rey de Aragón y Conde de Barcelona, pero no hubo cosoberanía, sino ejercicio de la
soberanía aragonesa modificada en el Condado según las conveniencias del
respeto a los usos y costumbres implantados por la dominación extranjera.
5.º Cataluña no
existía antes ni existió después de unirse Ramón Berenguer IV y Petronila de
Aragón.
6.º El separatismo catalán no se basa en ningún «hecho
diferencial» por cuanto para que éste exista es necesario que se produzca entre
dos entidades conocidas y a su vez existentes; y no existiendo en la Historia
la nacionalidad catalana, no puede existir el «hecho diferencial»
7.º El nacionalismo catalán, sobre ser artificial, es un
prurito de regresión y de carácter feudal, contrario a todas las normas del
progreso y de la civilización espiritual de los pueblos.
VI
Debe entenderse que cuando afirmamos que Cataluña no ha
existido, lo hacemos refiriéndonos a la calidad de nación que comúnmente le
adjudica la Historia por defecto de análisis crítico y que los historiadores y
políticos catalanes pretenden robustecer con sus argumentos, para extraer de
ella el fundamento del «hecho diferencial»
Hasta el ensanchamiento del reino de Aragón mediante la
unión a él de los condados catalanes, no se tiene oficialmente noticia de
Cataluña, sino única y exclusivamente del Condado de Barcelona y de sus
subalternos. Sin embargo, no tarda en hacer su aparición el nuevo vocablo que,
según Víctor Balaguer, es mencionado por primera vez en el siglo XII, en el
poema latino anónimo «Carmen Laurentii Veronensis», que cita el nombre de Cathalonia; la voz Catalunya no aparece hasta el año 1176, y catáláns hasta el 1188.
Aunque el hecho no reviste demasiada importancia, ni el
carácter de este folleto permite lanzarse a profundas investigaciones, sí es
necesario consignar algunas circunstancias que nos permitan evitar anacronismos
y errores de designación.
Cuando Ramón
Berenguer IV, por su matrimonio con Petronila, pasó a ser soberano de Aragón,
lo hizo con el título de Príncipe y Dominador. En lo sucesivo comienza a usarse
el título de Principado, refiriéndose a los condados barcelonés y dependientes,
conjuntamente al de Rey y sin desaparecer el de Conde. Veamos en qué sentido
pueden interpretarse todos estos conceptos.
Sin que los escritores de Historia hayan puesto en el
tema demasiada atención, parece desprenderse que desde Alfonso II de Aragón se
entendió por Principado de Cathalonia -Catalunia, Catalunya- el conjunto de condados
reunidos en el de Barcelona. El soberano de todos estos dominios debió ostentar
el titulo de Príncipe, reservándose el de Rey para indicar la soberanía
absoluta del reino de Aragón con todos sus nuevos dominios, y el de Conde para
referirse estrictamente al de Barcelona.
Para mayor aproximación de los datos a la realidad, debe
apuntarse el hecho de que en los testamentos de Ramón Berenguer IV y de
Petronila no se hace uso de la palabra Cathalonia, consignándose, en cambio, en
el otorgado por Alfonso II en 1194. Asimismo se habla de Cathalonia en un documento suscrito por Jaime I en 1260, en el que
figura con los títulos de «Rey de Aragón, Valencia y Mallorca» y «Condado de
Barcelona, y Urgel».
En la sentencia dictada por los compromisarios reunidos
en Caspe, en el año 1412, se habla de «tres provincias» refiriéndose al reino
de Aragón, provincias que indudablemente eran Aragón Cataluña y Valencia, y se
mencionan los títulos de Rey, Príncipe y Señor. Probablemente, Rey de Aragón,
Príncipe de Cataluña y Señor de todos los demás territorios sometidos al
dominio de la corona aragonesa.
Más tarde, en una sentencia firmada por Fernando II de
Aragón, hacia el 1476, en Guadalupe (Extremadura), para resolver la triste
situación de los payeses del remensa,
se habla expresamente de Principado refiriéndose a Cataluña.
Todos estos datos nos permiten considerar la existencia
de Cataluña como provincia de Aragón a partir de Ramón Berenguer IV, aunque
ello no significa en modo alguno condición de nacionalidad independiente, a
pesar de todos los fueros y privilegios de que tal provincia, región o
Principado, pudiera disfrutar como consecuencia del lógico respeto a las
reminiscencias de tiempos anteriores bajo la dominación francesa.
En relación a esto podemos citar todavía el testimonio
de un ilustre historiador francés, Luis Grégoire, que en su «Diccionario
Histórico y Geográfico» afirma que hasta
el año 1258 no renunció Francia a su soberanía sobre Cataluña. Una prueba
más en favor de nuestra tesis, por si en apoyo de ella fuera ya poco el
constante esfuerzo de los historiadores catalanes para establecer la
independencia del Condado barcelonés, aunque sin lograrlo satisfactoriamente.
Situados ya en este aspecto de la cuestión, vamos a
estudiar ligeramente la etimología histórica de las palabras Cataluña y catalanes, en cuyo estudio
llegaremos a identificarlas con Castilla
y castellanos, no porque hayamos logrado por nuestra parte hacer
investigaciones definitivas, sino porque los datos aportados por notables
sabios nos dan el trabajo hecho.
Antes de que Ludovico instituyera el Condado de
Barcelona, existían ya otros, creados por los reyes francos. Al conjunto de
tales condados se le llamó Marca Hispánica, significando Marca frontera o
tierras fronterizas. Es decir, que por Marca Hispánica se entendía «tierras de
España fronterizas con las tierras francas». También se llamaba a la Marca
Hispánica Marca de Gocia o Marca Gótica por ser godos los pobladores de
aquellas comarcas. De Gocia se derivó Gothaland, o tierra de godos, y el mismo
significado tienen otras numerosas voces tales como Gothalandia, Gotlandia,
Gothland, etcétera.
Pero examinemos por separado las diversas teorías de
algunos autores dignos de la mayor consideración, como mejor procedimiento para
llegar en breve a una conclusión.
Ya en el siglo II de J. C., un astrónomo y notable sabio
egipcio, Tolomeo, designaba con el nombre de catalanos o catalaunos a los
pobladores de cierta comarca del Nordeste de España. En verdad, acaso este dato
sea de muy difícil relacionar con otros posteriores, pero no queremos
silenciarlo.
Posteriormente, en toda la nomenclatura romana, no se
encuentra una voz que presente decidida similitud con la actual de Cataluña; no obstante, algunos, como Roque
Barcia, después de muy eruditos estudios, citan la palabra Laletania, que designaba la comarca española que es hoy Cataluña.
Pretende Roque Barcia que la voz latina Laletania
fué deformándose para convertirse en Gotholandia y luego en Catalaunia, pero
sus razonamientos, respetando el prestigio del gran investigador, no merecen
nuestra aprobación.
Otro autor notabilísimo, el señor Giménez Soler, en su
obra «La antigua Península Ibérica», dice lo siguiente: «Todas las etimologías
buscadas a estas voces (se refiere a Cataluña y catalanes) han caído en el
olvido por falsas, porque todas han partido del supuesto de que la voz se creó
en el momento en que aparece, y no antes; todas van a buscar el nombre del
pueblo catalán en la lengua de los catalanes, es decir, cuando éstos aparecen
organizados políticamente. Es evidente que si se hubiera creado el nombre,
hubiera tenido significación, pues nombres sin sentido jamás se inventan; todos
quieren decir algo, y catalán, como nombre, no significa nada fuera de natural
de Cataluña. Al adoptarla los catalanes y extenderse, es que para ellos era ya
expresivo de nacionalidad, que una tradición lo consagraba. En efecto, los que
iniciaron la reconquista y crearon la primera organización política, que luego,
al ensancharse, llamóse Condado de Barcelona y luego Principado de Cataluña,
no vinieron de otras partes, no eran extranjeros, sino los naturales mismos, el
verdadero pueblo aborigen que, libre ya de las presiones de fuera se
manifestaba en su propio ser.»
El señor Giménez Soler llega al resultado de que catalán
puede proceder del vocabulario celta, lo que no deja de tener también cierta
posibilidad, máxime considerando los notables estudios verificados por otros
investigadores con tendencia a demostrar la relación íntima entre los catalanes
y los vascos, suponiendo la existencia antiquísima de una raza indígena en
estas comarcas españolas de Cataluña.
Lo que en resumen se desprende hasta ahora de cuanto
llevamos citado es que Cataluña y catalán tienen su etimología dentro de los límites
de la propia España.
Otras teorías dirigen sus esfuerzos a demostrar que la
etimología de Cataluña se halla en el
nombre de un caudillo famoso, llamado Otger Gotlant, el de los Nuevos Varones
de la Fama. Desechada por mítica la existencia de Otger Gotlant, según lo han
probado numerosos autores, la teoría se derrumba por falta de consistencia.
Hay también quien
menciona la circunstancia de haber existido una población francesa, la
actual Chalons sur Marne, llamada en la antigüedad Catalounium, en
cuyas cercanías se dió en el año 450 la batalla de los Campos cataláunicos contra
Atila, por godos y romanos, que lograron derrotar al terrible guerrero nórdico.
A pesar de que la semejanza de las voces parece
autorizar una posible relación entre ellas, no es fácil demostrar que de Catalaunia se derive Cataluña, dada la distancia que media
entre aquel punto y la región española. Más lógico hubiera sido que recibiera,
derivándose de aquél, un nombre similar alguna comarca francesa de la actual
Champaña, en donde Chalons sur Marne se halla enclavado. No obstante, un
erudito historiador catalán, don Próspero de Bofarull en su obra «Historia de
los Condes de Urgel.», dice lo siguiente: «Vivía en servicio del rey -se
refiere al de Francia- un capitán famoso llamado Otger Catalón -o Gotlant,
según otros- que gobernaba cierta parte de Francia llamada Campos Catalaunos y hoy les llaman les catalens de Catalón, donde el año 452 fué vencido el fiero rey
Atila y quedaron por moradores los Catos y Alanos, gentes septentrionales
bárbaras, de quienes tomó este Principado de Cataluña en nombre...
Evidentemente, Bofarull no está en tal circunstancia a
la altura de su fama al admitir la fábula de Otger Catalón como hecho cierto,
aunque no deja de tener verosimilitud el que de Catos y Alanos se derivaran Catalandia
o Catalaunia y de ahí Cataluña.
La hipótesis que más fuerza tiene de cuantas dejamos
consignadas es, indudablemente, la que hace derivar el nombre de Cataluña de
las voces Gothia, Gothaland, Gothland
-tierra de godos-, pero tampoco es decisiva. Acudamos a otra, finalmente, que
es a nuestro parecer la más lógica de todas y a la vez la más sencilla.
Sabido es que al sobrevenir la invasión de los árabes a
principios del siglo VIII, el idioma hablado en España toda era el latín, que
iba lentamente modificándose para dar lugar siglos más tarde a la formación de
las lenguas romances o románicas, paralelamente a lo que
sucedía en Francia y en Italia, en donde se conservó y se conserva mas pura la
procedencia latina de su idioma de hoy.
Durante varios siglos todavía fué el idioma de los
españoles el latín y en él se redactaban documentos y narraciones, como lo prueban
los que de tal época han llegado hasta nosotros. Por lo tanto, probemos a
establecer una etimología tan sencilla como admisible y casa innegable,
partiendo de la voz latina castra, o
campamento, de donde se derivan castrelum
y castellum. Éste último vocablo se
identifica con Castilla y Castillo; y si se tiene en cuenta que en
la época de la Reconquista la lucha se
verificó principalmente al amparo de construcciones fuertes, de castillos,
desde donde los cristianos partían a sus expediciones y correrías, no habrá que
esforzarse para admitir la teoría.
Cataluña, como país influenciado excesivamente por
Francia, cuyo régimen feudal se caracterizó por la existencia de numerosísimos
castillos, más todavía que las regiones centrales de España conocidas por
Castilla, pudo merecer muy bien el dictado de tierra de castillos, castellum.
El habitante del castillo fué conocido por castellano, castellan; de aquí una ligera
modificación hizo castlan, que por
sucesivas deformaciones pudo trocarse en catlán
y de ahí en catalán, de lo que se sigue la identidad de etimologías de castellano
y catalán. En cuanto al nombre Cataluña
y más propiamente Catalunya, basta con establecer las voces Castlania
-la terminación ania es
puramente latina, de acuerdo con la teoría aquí admitida- y
sucesivamente Catalania, Catalonia y Catalttnia, de formación semejante
a la voz Castilla. Admitido
esto, se deduce inmediatamente la idéntica nacionalidad de Castilla .y
Cataluña, de castellanos y catalanes. Y otra vez cabe y debe preguntarse:
¿Dónde, pues, está el «hecho diferencial» ?
Al lector medianamente culto no será necesario afirmarle
que esta tesis no es personal nuestra, que es la sustentada por muy
prestigiosos y solventes historiadores y etnólogos, entre los que se cuenta el
gran catalán señor Carreras Candi, a quien citamos como testigo de indudable
autoridad y que por su condición de catalán dé más robustez a la teoría.
Podría objetarse aún que entre castellano y catalán,
como entre Cataluña y Castilla existe una diferencia notable
de forma; pero tal diferencia obedece a lo diversamente que evolucionó el
idioma latino al formarse los lenguajes romances
que constituyeron la base de los actuales idiomas italiano, francés, castellano
y sus dialectos principales el piamontés, el provenzal y el catalán
respectivamente. Siendo el mismo el origen, es indudable que en cada una de las
razas -y razas completamente distintas fueron y son dentro de su latinidad la
italiana, la francesa y la española-, esas diferencias idiomáticas constituyen
tan sólo una diferenciación personal de ramas de la misma familia, según en uno
de nuestros anteriores capítulos hemos definido las características regionales
de España.
Acaso en otro folleto nos ocupemos un día de la relación,
semejanza e interdependencia de los lenguajes castellano y catalán, pero aquí
nos basta llegar a la conclusión a que hemos llegado en lo fundamental, es
decir, en lo que se refiere a la identidad de origen y de condición de Castilla
y Cataluña, identidad que, repetimos, destruye el «hecho diferencial» tan
ponderado por los separatistas con evidente menosprecio de la verdad histórica.
VII
Al reanudar el desarrollo cronológico de nuestro modesto
estudio de divulgación, queremos hacerlo prescindiendo de todo aquello que
pueda significar o aparentar ensañamiento contra la pretendida nación catalana,
pero no sin hacer hincapié en la circunstancia de que, por cuanto queda
anteriormente expuesto, no es posible considerar nacionalidad al referirse a Cataluña.
Como en derecho lógico la posesión de algo no significa
de por si legalidad en el disfrute de ello, repetimos ahora que la
organización particular de Cataluña, con sus privilegios y fueros dentro de la
organización general aragonesa, no implicaba la legalidad de aquella
organización. Y arladiremos que todas las luchas que los catalanes sostuvieron
para continuar disfrutando tales privilegios y particularidades no eran
movimientos nacionales, sino la resistencia de los favorecidos a perder lo que por
azares de la Historia detentaban por concesión de un feudalismo, no por expresa
voluntad del pueblo. Sabemos, además, que los poderosos y los nobles, para defender
sus posiciones, acudían al pueblo por ellos dominado para convencerle de que
al defender los privilegios de aquéllos defendían algo propio suyo. Esto
justifica la posibilidad de guerras que aparecen como nacionales aunque en
realidad no son sino movimientos conservadores y reaccionarios de los
privilegiados, guerras que en ocasiones, motivadas por el ansia de mayores
ventajas y de más grandes poderes, ofrecían más intensamente el carácter de
nacionales en apariencia.
Desde que Alfonso II de Aragón subió al trono, hasta el
año 1412, fecha célebre del Compromiso de Caspe, los catalanes rebeláronse en
muchas ocasiones contra los reyes de Aragón, instigados por su nobleza, dando
así la sensación de constituir nacionalidad por completo distinta de la
aragonesa, si bien en el fondo no se trataba más que de diversidad de
procedimientos sociales y de características locales entre los pobladores de Cataluña
y los de Aragón.
Prescindiremos de relatar los acontecimientos
sobrevenidos en el lapso de tiempo transcurrido entre Alfonso II y el
Compromiso de Caspe, dejando resumidas en el concepto que precede todas las
luchas internas del reino aragonés como resultado de la rebeldía de los nobles
catalanes interesados en conservar y aumentar su poderío y su esplendor
personal.
Habiendo muerto el rey de Aragón, Martín el Humano, sin
dejar sucesión, se presentó un grave problema que interesaba resolver en
justicia para evitar que los numerosos pretendientes a la corona aragonesa
levantaran cada uno bandera de guerra y destrozasen el país. A este fin, el
gobernador general de Cataluña, Guerau Alemay, convocó las cortes aragonesas
que se reunieron en Alcañiz. (provincia de Teruel) los días 15 y 16 de febrero
de 1412, acordándose que se formara un cuerpo de nueve compromisarios, tres por
Aragón, tres por Valencia y tres por Cataluña, quienes recibirían las pretensiones
de los aspirantes al trono, para examinar el derecho que a cada uno podía corresponderle.
Eran los principales pretendientes don Alfonso, duque de Gandía, don Jaime de
Aragón (rama catalana), don Pedro, conde de Prades (íd.), don Luis de Calabria,
parientes de Martín el Humano. Con más derechos figuraban don Fadrique, nieto
natural, y Fernando de Castilla, sobrino carnal. A éste, como pariente más
próximo, se adjudicó el trono.
De la exposición de relaciones de parentesco es fácil
deducir el mayor derecho de Fernando de Antequera, dada la condición de nieto
natural que a don Fadrique se lo restaba mientras hubiera sucesores legítimos,
y en vista de la mayor distancia de los demás en su parentesco respecto de
Martín el Humano. Por lo tanto, reunidos los compromisarios en Caspe,
adjudicaron el trono aragonés a Fernando de Antequera.
No todos los pretendientes acataron la sentencia de los compromisarios
de Caspe, pues Jaime de Aragón, que era a la vez Conde de Urgel terminó por
alzarse en armas contra Fernando de Antequera secundado por algunos catalanes,
aunque al fin fue derrotado y muerto en el castillo de Játiva.
Por las circunstancias apuntadas se advierte que el
Conde de Urgel no podía considerarse despojado y que sus aspiraciones al trono
aragonés, sostenidas con las armas en la mano, se hallaban fuera de toda
justicia. La rama catalana de la familia reinante, en consecuencia, no podía en
lo sucesivo aducir derechos a la gobernación del reino aragonés. No puede, pues,
hacerse arrancar de aquí el «hecho diferencial» y sigue sin base el separatismo
catalán de nuestros días.
A Fernando I, el de Antequera, le sucedieron
consecutivamente su hijo Alfonso V y el hermano de éste, Juan II, que era ya
rey de Navarra.
Los catalanes no quisieron reconocer a Juan II y se
declararon por el hijó de Alfonso V, Príncipe de Viana, sosteniendo una guerra
y prefiriendo ponerse sucesivamente bajo la soberanía del rey de Castilla, del Condestable
de Portugal y de Renato de Anjou. Pero los catalanes que habían luchado contra
Juan II para terminar poniéndose bajo la autoridad de Francia, no tardaron en
sentir la dureza de un yugo extranjero y terminaron por acudir al socorro del
aragonés para librarse de Francia. El resultado de todas estas luchas fué que
la libertad de los catalanes se consiguiese mediante la pérdida del Rosellón,
hermosa provincia que desde entonces ha quedado para Francia y con el paso de
los años se ha descatalanizado en gran parte, por no decir totalmente,
anteponiendo a la patria chica la nueva patria grande, como lo prueba el caso
del glorioso mariscal Joffre, que durante la guerra de 1914 a 1918 se mostró
como verdadero francés. Bien es verdad que la política francesa no ha sido nunca
tan tolerante como la española y que no ha permitido movimientos nacionalistas
ni secesionistas en sus provincias naturales o adquiridas. En el nuevo
episodio, hallaremos ya unidos a Castilla y Aragón, formando la reconstruida
España.
En otro hecho hemos de detenernos, saltando también
sobre los acontecimientos intermedios que, como se ha dicho ya de otros
anteriores, obedecían siempre a un carácter de conservadurismo feudal y
reaccionario disfrazado bajo las apariencias de sentimiento nacional. Nos
referimos a la sublevación catalana de 1640 que comenzó con el, famoso Corpus
de Sangre.
En la rebelión catalana de 1640 concurrieron,
innegablemente, circunstancias que hasta cierto punto justificaban la enemiga
de los habitantes del Principado contra el detestable gobierno de Felipe IV por
medio de su valido el Conde Duque de Olivares, quien ejerció en toda España, no
sólo en Cataluña, un despotismo insoportable, aunque en el fondo le animara un
pensamiento encaminado a engrandecer el país, como era el de unificar la
legislación.
La nobleza catalana, valida de los excesos que cometía
el Conde Duque, hostigó a los catalanes contra el poder real, pero no se limitó
a esto, sino que comenzando la obra, que más tarde habían de continuar sus
descendientes los separatistas de hoy, hizo confundir en el ánimo del pueblo dos
sentimientos enteramente distintos: la enemiga a los poderes tiránicos y el
odio a lo que no fuera catalán. El primero de estos sentimientos era y es
perfectamente comprensible y disculpable; en cuanto al segundo, es uno de los
más vergonzosos crímenes de que puede acusarse al reaccionarismo feudalista
del catalanismo separatista.
El modo de obrar de los primates catalanistas, desatando
contra los españoles el odio de los catalanes tiene su explicación, más que en
las irreverencias de Felipe IV y de sus ministros para con las costumbres
catalanas, en el peligro que aquéllos veían cernirse sobre sus privilegios
disfrutados en la sucesión de las familias desde hacia largos siglos bajo el
amparo de una legislación fuerista. Era, siempre igual, la defensa de los intereses creados, de que se habla en
otro capitulo.
Los episodios del movimiento insurreccional son
demasiado conocidos por casi todos los españoles y constituyen un baldón
excesivamente bochornoso para el pueblo catalán convertido en cuadrilla de
asesinos que se cebaba en los «castellanos» inermes. No queremos describir aquí
tales episodios y nos limitaremos a consignar un dato seguramente ignorado por
la mayor parte de los lectores.
Existe en Cataluña un trabalengua para comprobar, por la
pureza o por la defectuosidad de la pronunciación, si una persona es catalana o
procedente de otra región española. Es el constituido por las palabras “Setze
jutges menjen fetge d'un penjat”, cuya «pronunciación, por la abundancia de
las f y de las g características en la entonación catalana, denotan con toda
facilidad y seguridad la condición de no catalán cuando las pronuncia uno que
no lo sea.
El trabalengua en cuestión, acaso ideado entonces por
los asesinos segadores, había de ser pronunciado por todos aquellos sospechosos
a quienes les obligaban a confesarse catalanes y, a pesar de hacerlo para
salvar la vida, no lo parecían. A continuación, si la prueba era desfavorable,
el desgraciado que no había cometido más crimen que el de no ser catalán, caía
mortalmente herido por las hordas enfurecidas y sedientas de sangre.
Extendióse por Cataluña toda la rebelión y a ella
correspondió la guerra apaciguadora por parte de Felipe IV, aunque no se logró
de momento dominar la situación, pues los catalanes, llevados de su odio a los
españoles, ya no al gobierno, pidieron socorro a los franceses y éstos se lo
prestaron a cambio de establecer en Cataluña la soberanía del monarca francés,
a la sazón Luis XIII.
No obstante, bajo la dominación francesa no cesó la
guerra, que se mantuvo en términos de indecisión. Por otra parte, no tardaron
los catalanes en comprobar que bajo Luis XIII sufrían una tiranía mayor que la
que bajo el monarca español hubieran sufrido jamás y llegó momento en que, como
en los tiempos de Juan II sucediera, pidieron ayuda a España para volver a
ella. España, que precisamente guerreaba para recuperar a una de sus hijas,
por segunda vez pródiga, accedió a la petición y en 1659 se firmó la Paz de los
Pirineos, terminando la aventura con la pérdida de ricos territorios que habían
sido españoles, parte de Cataluña, a semejanza, también, de lo que en el siglo XV
había pasado como consecuencia de la insurrección catalana.
Puede comprobarse que los movimientos insurreccionales
de Cataluña eran dolorosamente costosos para el país y que las consecuencias
deplorables de ellos eran debidas única y exclusivamente al afán egoísta de
las clases conservadoras del Principado que se valían del pueblo engañado para
lograr sus inconfesables propósitos y para satisfacer sus apetitos de señorío
feudal.
Más tarde, en pleno siglo XX, hace poco más de un año,
había de reproducirse el anterior ejemplo de odio a los españoles, disimulado
como enemiga a los gobernantes y acaso no tardaremos en advertir el fenómeno de
expresarse so capa de producirse contra un mentido monarquismo con el que se
insulta e infama a quienes creen compatible el pensamiento democrático más
avanzado, con la unidad de la Patria. Estamos en momentos críticos y es
innecesario formular hipótesis porque los hechos, en un sentido o en otro, han
de ser ya inmediatos.
Las vicisitudes de la política internacional habían,
puesto en el trono español a la dinastía de la Casa de Austria en el año 1517,
dinastía cuyo ultimo rey, más desgraciado que culpable, Carlos II, el
Hechizado, dispuso en su testamento que le sucediera el duque de Anjou, de la
familia reinante en Francia y con el que había de comenzar la dinastía de los
Borbones.
Ante el trono de España se hallaron frente a frente el
imperialismo francés y el imperialismo austriaco, cada uno de los cuales
pretendía que fuera un individuo de su raza el que ocupara el trono español;
pero como el testamento de Carlos II se decidía por el nieto de Luis XIV, el
duque, con el nombre de Felipe V, fué consagrado rey en 1701. Seguidamente se
formó una liga de naciones (Inglaterra, Holanda, Brandeburgo, Dinamarca, Suecia,
Portugal y Saboya) para desposeer al nuevo rey, mientras España, cuyo pueblo le
había acogido con afecto y como una esperanza, y Francia, por razones de parentesco
con su soberano, le prestaban su apoyo. Estalló, pues, la guerra llamada de
Sucesión, que comenzó en los dominios españoles en el extranjero y terminó por
llegar a España, prolongándose con varia suerte, al fin desventajosa para
España, hasta el año 1713, en que se firmó el tratado de Utrecht.
En Cataluña había logrado levantar bandera el
pretendiente austriaco, que se proclamó con el nombre de Carlos III y que en
sus correrías pudo llegar a ser proclamado con igual título y nombre en Madrid
por un ejército compuesto de portugueses y demás aliados de la coalición
austriaca.
Los catalanes habían tomado parte en la guerra
insurreccionándose contra Felipe V y contra España al lado de la coalición
austriaca. Cumpliéndose el refrán que dice que mal paga el diablo a quien bien
le sirve, al terminarse la guerra, la coalición austriaca concertó el tratado
de Utrecht y su ratificación en Rastadt, sin curarse de los perjuicios que a
Cataluña podrían sobrevenirle a consecuencia de su actitud de rebeldía contra España.
Los catalanes, viéndose perdidos, continuaron la guerra por su cuenta, ahora en
defensa de los fueros medievales y reaccionarios que perdían, hasta que
definitivamente sometidos hubieron de acatar el Decreto de Nueva Planta, dictado por Felipe V en enero de 1716.
Las ambiciones de la nobleza Catalana, ambiciones de
sentido regresivo y reaccionario, quedaban desde entonces dominadas para un
largo espacio de tiempo y acaso no hubieran jamás despertado sin otro
movimiento de retrogradación en la Historia, sin la segunda guerra civil
carlista, que pretendía volver a España a los tiempos vergonzosos de la
monarquía absoluta, después de haber progresado el mundo entero con las
doctrinas y las prácticas liberales de la Revolución Francesa que sembró en Europa
los Derechos del Hombre y que indirectamente fué la causa de que España se
diera la primera Constitución en el año 1812.
Carlos, llamado por sus partidarios VII, a fin de
ganarse voluntades en Cataluña, firmó en 1.º de julio de 1875 un decreto por el
que se resucitaban los viejos fueros del Condado de Barcelona, aunque no logró
del espíritu liberal de la región que le secundaran sino algunas partidas de
malhechores como Savalls y el cura de Flix. Era a todas luces absurdo pretender
reinstaurar una legislación y unos preceptos medievales cuando la legislación y
la administración española habían conocido ya las Constituciones liberales y hasta
la primera República.
Esta última indigna maniobra del pretendiente
absolutista Carlos despertó el verdadero catalanismo político, y por tener éste
tal procedencia se caracterizó desde los primeros momentos como tendencia
reaccionaria y tradicionalista que poco a poco los directores del separatismo
han ido desviando aparentemente hacia las izquierdas para darle alguna
posibilidad de éxito. Sin embargo, siendo en su espíritu y en su origen
regresivo, feudal y tiránico, no puede ni podrá jamás tener justificación
democrática, como no tiene tampoco fundamento histórico, según queda
ampliamente demostrado en el transcurso de este folleto.
Ahora...
Los
acontecimientos dirán. Acaso la República, ahogada su verdadera voz, hable con
voz prestada, impuesta, con la voz de la reacción y de la regresión histórica que a España lleva costados extensos territorios
y un hondo malestar político desde hace muy largo tiempo.
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